Amado mío
No me daba tiempo a comprar tabaco, pero no me importó, porque además no tenía dinero y seguro que en la inauguración de Antonia Valero en El Foro conseguía algún cigarrillo. Llegué con la lengua fuera, y pensé que en mi abstinencia me había equivocado y entraba en una iglesia antigua. Recordé la película de Olmi, La leyenda del santo bebedor, y me vi como un fumador, de buen corazón a pesar de todo, sufriendo alucinaciones… Pero no, aunque cirios y velas se derretían al ritmo de Pink Martini.
Antonia Valero ha unido dos mundos que pueden parecer contradictorios, pero que dialogan en su exposición. Un lado barroco que refleja la imaginería católica: la cruz, iconos, cojines de terciopelo, una Biblia en su atril, exvotos en cera y cerámica: mano, brazo, corazón, pierna, estómago, lengua, labios, ojos… Por otro su obra mística, inspirada en San Juan y Santa Teresa, en que el lugar de la pintura lo ocupan telas industriales que juegan con la luz y sus reflejos.
En Amado mío, Antonia Valero no deja de hacer una reflexión sobre el dolor y la plegaria, sobre el amor y el arte. La ironía es sutil, como la lycra que utiliza en alguno de sus sensuales cuadros, mientras afloran sensaciones.
Enhebrar ideas vertiginosamente, como letanías de un rosario imaginario, de imágenes que nacen, crecen y se transforman. Un cóctel en el que también caben quirófanos, anestesias, hospitales, videos, Carmen Pallarés, José María Parreño, Juan Carlos Rubio, Antonio Zarco, paseos por la playa. Un poco como Gilda bebiendo un ron reserva de siete años mientras acaricia un rosario y no sabemos si reza o repasa conquistas, sueños y labores. Y no sabemos si en la próxima imagen en lugar de Rita Hayworth van a ser las hermanas Gilda, con el corrosivo humor de Vázquez.
Antonia Valero recupera parte de su pasado, y no faltan unos guantes, blancos, de cabritilla. No sé si sus plegarias han sido atendidas, ni en qué medida. Pero me la imagino perfectamente bailando un bolero con Truman Capote, mientras, intensa, le va contando historias.
Antonia Valero ha unido dos mundos que pueden parecer contradictorios, pero que dialogan en su exposición. Un lado barroco que refleja la imaginería católica: la cruz, iconos, cojines de terciopelo, una Biblia en su atril, exvotos en cera y cerámica: mano, brazo, corazón, pierna, estómago, lengua, labios, ojos… Por otro su obra mística, inspirada en San Juan y Santa Teresa, en que el lugar de la pintura lo ocupan telas industriales que juegan con la luz y sus reflejos.
En Amado mío, Antonia Valero no deja de hacer una reflexión sobre el dolor y la plegaria, sobre el amor y el arte. La ironía es sutil, como la lycra que utiliza en alguno de sus sensuales cuadros, mientras afloran sensaciones.
Enhebrar ideas vertiginosamente, como letanías de un rosario imaginario, de imágenes que nacen, crecen y se transforman. Un cóctel en el que también caben quirófanos, anestesias, hospitales, videos, Carmen Pallarés, José María Parreño, Juan Carlos Rubio, Antonio Zarco, paseos por la playa. Un poco como Gilda bebiendo un ron reserva de siete años mientras acaricia un rosario y no sabemos si reza o repasa conquistas, sueños y labores. Y no sabemos si en la próxima imagen en lugar de Rita Hayworth van a ser las hermanas Gilda, con el corrosivo humor de Vázquez.
Antonia Valero recupera parte de su pasado, y no faltan unos guantes, blancos, de cabritilla. No sé si sus plegarias han sido atendidas, ni en qué medida. Pero me la imagino perfectamente bailando un bolero con Truman Capote, mientras, intensa, le va contando historias.
Artículo publicado en Diario de Pozuelo, octubre 2009
Antonia Valero y Gabriel MedinasidoniaLa Biblia. Al acercarse sonaba Amado mío [pinchar] de Pink Martini
Almudena Mora y Antonia Valero
Jesús Gironés y Belén Forilays
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