El otro día, conversando con Ana Rossetti, tras la presentación de "El temblor y la ráfaga", de Nuria Ruiz de Viñaspre nos habló de un poema de Isabel Pérez Montalbán sobre la madre suicida. Imposible no llegar a casa y leerlo fascinado.
ISABEL PÉREZ MONTALBÁN
PUENTE
ROMANO
He
tardado treinta años
en
nombrarte sin miedo ni vergüenza.
Treinta
años sin saber
cómo
quererte o cómo hablarte.
Sin
acertar ni atreverme siquiera
a
decir me has abandonado, madre.
Pero
nunca te odiaba.
Me
decían que habías muerto
en
el centro de un río,
que
te arrojó tu propio impulso
desde
un puente romano hasta el caudal.
Y
yo, que era muy niña,
me
conformaba entonces.
Porque
los niños ignoran la muerte.
Sólo
notan la ausencia
y
aprenden a borrar con goma blanca
el
lápiz de la risa y el abrigo.
Luego
crecí deprisa. Con la herrumbre
me
salieron el pecho y los demonios.
Y
fui para buscarte a un cementerio
–en
zona no sagrada, prevista para herejes–
y
no encontré tu lápida tan limpia,
pues
te habían sacado de tu tumba
mucho
antes de que yo llegase.
Que
ya nadie pagaba tu reposo
y
sin aval los muertos se confiscan,
pierden
su propiedad y sus derechos.
No
obstante, conseguí un certificado
oficial
de difunta con la fecha incorrecta:
por
él me concedieron una beca de estudios.
Sin
vida me has servido
como
un seguro contra incendios.
Desde
tu fosa común me mirabas
tomar
apuntes y comprarme libros,
y
tal vez te sentías complacida
como
cualquier madre al final de un curso
cuando
su hija le trae buenas notas.
Me
pregunto por qué te quisiste morir
tan
de pronto y tan joven todavía,
qué
síndrome o locura
nubló
la transparencia del camino
y
te condujo a los barrancos,
al
término interior de los relojes
y
a las profundidades
de
una corriente caprichosa.
¿Por
qué? ¿Por qué aquella mañana
te
despertó el estrépito y la furia?
¿Fue
mi llanto de niña enloqueciéndote
el
que te abrió la puerta de la calle?
¿Fue
mi llanto la luz al fin de un túnel?
¿Quién
alumbró tus pasos por el frío
y
te indicó el lugar exacto de caer?
¿Quién
te quitó la ropa y te subió al pretil?
¿Quién
te empujó?
¿Quién
me empujó al río de la orfandad?
He
tardado treinta años de preguntas
en
pensar demasiado y sin hacerlas,
ya
que nunca has venido a contestarme.
He
tenido vergüenza de estar sola.
Y
he mentido y he dicho
que
eran otras las causas de tu muerte.
Con
infantil tijera recortaba
a
mi medida tu memoria estéril.
Y
no puedes culparme
por
la amnesia de ti, por mi mal modo
de
inventar tu silencio vagabundo.
Soy
grande ahora. Tu adulta presencia
ya
no me haría un daño irreparable.
He
bajado a las minas más profundas,
al
anónimo lecho de los muertos más pobres,
a
la cripta más honda de los parias.
He
bajado a sacar tu cadáver sin rostro,
a
extraer tu dolor,
tu
corazón herido y putrefacto
y
el útero que nueve meses fue mi hogar.
Porque,
como un forense,
podría
examinar tus restos
de
madre y de mujer suicida,
y
deducir las pruebas semiocultas.
Pero
nadie investiga.
He
querido saber, he preguntado.
He
visitado el barrio y la náusea
donde
vivimos: la casa pequeña,
el
mundo todavía más pequeño,
la
libertad pequeña en la cocina.
Así
he visto el cansancio tirando de tus brazos,
el
hormigón de las horas tapiando el horizonte,
y
cerca el río como una autopista
en
la que hundirse y estrellarse.
Pero
nadie investiga, nadie recuerda ya
los
días y el escombro
oscureciéndose
en los cuartos,
la
cena escasa, el sueño intermitente
de
los hijos, la fiebre y el hombre lejos.
Te
desentierro igual que a un fósil,
te
recompongo, retiro los líquenes
y
abrazo con cuidado tu esqueleto.
Que
tu osamenta diga lo que tú no dijiste:
los
motivos de fuga y de abandono
sepultados
durante tantos años
de
orgullo olvidadizo.
¿Es
que te golpeó tan brutal la desgracia?
¿Es
que tus hijos talaron los árboles
de
tu cordura y tu alegría?
Madre,
¿acaso sin dientes yo mordí
tu
placenta con tal desolación
que
no cicatrizó tu vientre nunca?
Si
como dicen me parezco
a
ti igual que una sombra,
¿vas
a llevarme por tu río
hasta
el mar que vierte en la noche?,
¿vas
a decirme alguna vez
qué
hicimos mal tus huérfanos
que
mereció un castigo tan injusto?
Porque
tú desconoces esta herencia
de
oscuridad sin fin que nos dejabas.
Y
antes de abandonar el nido,
a
través de las lágrimas miraste
que
tus niños dormían
con
la respiración convulsa y débil
que
precede al espanto más terrible.
¿Estaba
tu mirada tan violeta de invierno
que
no notaste la espesura gris
de
nuestro desamparo?
¿No
oías nuestros gritos hundiéndose
en
el pozo de nieve de aquel amanecer?
Tú
ignoras que el propio padre esparció
un
puñado de niños por la extensión del tiempo,
caídos
a su suerte, como granos
diseminados
por los surcos.
Yo
aparecí de improviso un mal día
en
la resaca grande de una guerra,
en
la gran casa de unos combatientes
vencidos
cara al sol,
en
la última cosecha de una familia grande.
Yo
no te quise nunca, ya que tú no existías,
pero
tampoco pude odiarte.
En
el temblor del agua te imagino
muriéndote,
muy pálida,
abandonada
al cauce y la tragedia,
lavando
tu tristeza en la rutina
caudalosa
del fondo.
Me
dejaste viviendo en los márgenes negros
de
la lluvia perpetua y de la pólvora
como
en un vertedero de criaturas.
Para
siempre humillada, me quedé
quieta
en la orilla, viéndote morir.
Con
siete años estuve a punto
de
ahogarme en un afluente de tu río.
¿Fueron
tus brazos desde el fango
los
que tiraban de mi cuerpo frágil
hacia
abajo, negándome el oxígeno?
¿O
me salvaste tú, sosteniéndome a flote
para
que no sufriera el plomo de la asfixia?
Rescatada
de la corriente,
fui
sólo un bulto que arrojaron
sobre
cerezas de hule, encima del mantel
extendido
en la hierba.
Mientras
volvía a la vida, alguien dijo
que
mi destino era el agua: la búsqueda
o
el accidente del agua, la caja
y
la sepultura del agua.
Muchas
veces soñé pesadillas de fiebre
cuando
el aire pautado me faltaba.
Y
en medio de los oscuro abrí los ojos
y
no estabas delante ni detrás
ni
aparecida entre los muertos.
Madre,
yo no sé perdonar
ni
rezar por las noches ni creer
que
existes invencible en otra vida,
inmaculada
de golpes rabiosos
y
anestesiada como un ángel.
No
lo creo y por eso no has bastado
treinta
años de extravío,
desnuda
a la intemperie de los ácidos,
para
apartarme de treinta mil fuegos
provocados
con tu mecha de ausente.
No
te maldigo. Cuento ahora
el
peligro en el tiempo y las lentejas
maternas
que jamás tuve en mi plato.
Cuento
cosas tendidas de un alambre
con
descargas eléctricas. Soy la nocturnidad.
Y
bebo leche que no es tuya.
Y
me pregunto qué lluvia láctea
te
sedujo en el frío de noviembre,
en
ese día equivocado y cruel.
En
ese día, ¿qué santa oración
de
funerales cantaron los tuyos,
si
ni la Iglesia quiso concederte
sagrada
sepultura y paz cristiana?
¿Por
qué no me contestas?
Por
lo visto mi voz no es tan hermosa
como
la de la muerte. Y no la escuchas.
Porque
no hay madres resurrectas.
No
es verdad el consuelo de los rezos.
No
es posible saldar toda la culpa
errante
de las ánimas benditas.
Y
yo no te recuerdo ni al mirar
tus
fotos o las mías: no apareces
como
un fantasma al trasluz de la tarde,
no
me desvela el sueño tu murmullo.
No
llegas y me dices niña,
mírame,
porque nunca te he dejado.
No
es verdad que te quiero sobre todo.
Es
mentira la sangre.
EL PADRE
Tengo
una foto con el padre.
Está
borroso y con ceniza
como
una antorcha que se extingue.
Lleva
gafas de sol y traje oscuro.
No
le conozco los ojos al padre,
ni
la espalda ni el puerto natural
donde
anclan las caídas de los niños.
Pero
me abraza y finge ser un padre.
Es
domingo en la foto. Venía de visita
con
las hermanas, internas tristes
de
un colegio de huérfanos.
Me
envidiaban la risa, los juguetes,
el
globo azul colgado en la ventana.
Y
mi estuche de lápices sin punta.
El
padre se sentaba en el salón
a
discutir con mi padre adoptivo
la
casa en construcción de mi futuro,
mi
vida en obras, mis papeles.
El
hombre se bajaba del andamio,
le
faltaban ladrillos, la mezcla se espesaba.
Volcaba
sus disculpas como piedras.
Su
silencio era simple material de derribo.
Dejé
de verlo a los siete años.
Lo
esperaba una tarde con el vestido nuevo
manchado
de canela y tinte azul,
pero
se hizo de noche y ya no vino.
Lo
recuerdo entre el polvo de la calle,
con
la mirada fósil
de
lo que ya no se recuerda.
No
sé si vive todavía,
Fotografía de Natalia Drepina
[Poemas extraidos del blog de Isabel Pérez Montalbán: http://isabelperezmontalban.blogspot.com/]
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