MI PADRE, PUCCINI Y LA MUERTE EN MADRID. Liliana escuchaba días atrás “O mio babbino caro”, en la versión de Victoria de los Ángeles. La puso tres, cuatro veces. Después, pasó a la versión de Maria Callas, un par de veces, a la de Kiri Te Kanawa, y así... Una dulce melancolía se extendía por el apartamento. Y de pronto me acordé de mi padre, de cuando trajo a casa el single con la melodía de la película “Morir en Madrid”, de Frédéric Rossif, compuesta por Maurice Jarre, que había ido a ver hacia poco. La película es de 1963, pero imagino que correría el año 64, o quizá 65, de modo que yo tendría diez, once años. Mi padre puso el disco en la bandeja del combinado Victor y, por medio de alguna maniobra que en su momento me pareció pura magia, consiguió que cuando el brazo del tocadiscos llegaba al final, volviese al principio, con lo que la pieza se repetía una y otra vez sin solución de continuidad, como suele decirse. Era, recuerdo, una melodía bella, dramática, tristísima, y cada vez que sonaba evocaba lo mismo pero con el añadido de algo tan nuevo como desconocido para mí, o conocido a partir de lo que yo imaginaba de unos hechos (míticos, fabulosos, desoladores) que había vivido (porque ciertamente los había vivido) a través de la experiencia de mi padre en la guerra española, experiencia de la que él, por otra parte, hablaba muy poco, aunque lo acompañaba cada día, casi en cada gesto según mi mirada. Aquella música era la materialización inasible de un desgarro violento, la historia de una herida que jamás cerraría. Pero a diferencia de la canción de Puccini, no pedía piedad sino memoria. O tal vez otra cosa que el tiempo me ha hurtado. |
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