(algún día tendré que escribir algo)
Mi madre dice: “Vámonos, pronto oscurecerá.
Se acerca ya nuestra segunda muerte,
son menos cada vez los que aún nos recuerdan”.
Joan Margarit
Hacia el crepúsculo,
en Todos los poemas: 1975-2012”, Austral, Barcelona, 2015.
“Mi” Ortigosa mítica, que se nutre de los recuerdos de infancia -casi inconscientes, sensaciones-, los dos primeros años que fuimos con mi abuelo Eusebio... Los ritos, la sorpresa. Años después me contaría Esteban Pinillos que mi abuelo, cuando llegaba a Ortigosa “disfrutaba como un niño la mañana de reyes... “.
Ortigosa: la cocina de mi tía Petra, de la que me gustaría acordarme más. El pan frito para desayunar; los huevos para cenar, en aquellas cazuelitas blancas, con un filo azul y dos asas. Las sobadas, el brazo de gitano, la tarta de moka, los emparedados (rebozados).
La morcilla dulce, el exótico caviar de mi infancia.
Como era el mayor, al llegar, mi abuelo me llevaba a la ronda de visitas. La tía Agus, Piedad, el tío Felix y la tía Felicitas. Luego me recuerdo yendo -yo solo- a ver a la tía Petra y la tía Pruden. Tocar el picaporte, esperar -se me hacía larga la espera hasta que aparecía la tía Pruden...
El mundo de mis tías abuelas: las Viniegras, las Loychates, las Hilarias, Tere Olmedo, Trini y Tiburcina... Sagrario, Piedad, Rafaela Vicente, que la tía Petra me mandaba a recoger el helado de leche merengada que le regalaba. Y también me acuerdo de los abuelos de Josito, Mamerta y Luis.
Y de Inma, Cristina y Virginia.
Y de Leito, el asombro de que año tras año me reconociese por la voz: “Hola, Jesusito”. Y su bastón articulado,
Y el “Libro de Ortigosa”, con sus tapas duras. Me regalaron uno y me parecía un tesoro.
Ir con la tía Carmen a la fuente de San Antonio, que siempre recogía madreselvas y se las ponía al sagrado corazón -entronizado, decían-, que hay en casa...
Ir a las eras montados a caballo, y jugar entre la paja. Solo fué una vez, pero ahí se quedó el recuerdo, como una fiesta irrepetible... O el miedo que me daba montar en el burro del tío Felix.
Me acuerdo del año que de los caños de la fuente de la plaza salía vino...
De cuando me contaban que Niceto Rubio era el padrino de la tía Carmen, y que una vez le dio una vuelta en avión, la única que se atrevió de las hermanas...
De las excursiones que hacíamos, de coger manzanilla, de los caminos por los que no sabría volver. De las fresitas que crecían entre los helechos.
De lo misteriosa que me parecía la casa, sobre todo el payo, al que por supuesto no nos dejaban subir.
De que la tía Petra me mandaba a la fuente de San Martín a por agua con una jarra, porque decía que sabía más buena.
De ir a tomar zurracapote, niños y mayores.
De las obras de teatro que hacíamos en casa de Nacho, y la leche condensada al baño María que llevaban para merendar. Y de la masa de pan que comprábamos en la panadería, para hacer investigaciones gastronómicas, que no había quién las comiese.
Del año que ardió el pajar de la tía Agus.
De María Gracia, todos los niños siguiéndola formando una cadena y cantando, -¿“Pase misì, pase misá”?- entrando y saliendo del casino...
De la matanza de un cerdo, en un portalón debajo de casa, el corte en el cuello, el cubo recogiendo la sangre, tan natural...
De las bromas que año tras año me gastaba Santi, el hijo de Antonia la Fontanera -no es que fuese fontanera, lo era su marido-, y yo, año tras año, caía.
De la tómbola, y sus sobrecitos azules, y que a veces te tocaba de premio bollitos de chorizo.
De las galletas ¿de nata, de mantequilla?, que hacía la tía Carmen, con forma de pájaro, flor... que años después las comí exactas en casa de Gudrun Ewert.
De las tertulias en casa de Piedad, lo bien que nos recibía siempre. Del jabato que un año tenían, ¡cómo corría, que velocidad! Y de contarnos que una de las puertas de la cocina era de la casa anterior de mís tías, que dejaron muchas cosas allí, que por qué lo harían.
De la primera vez que nos mandaron a la tienda de Mari Cruz: “¿De quién sois? No me lo digáis, colominitos, colominitos”. Y parecerme mágico.
De las cabras, bajando cada una a su casa al anochecer..
Nada más llegar: los pájaros sobrevolando el puente, ¡tanta alegría!.
El preludio: Piqueras. La emoción desatada: al desviarnos en Villanueva.