sábado, 27 de octubre de 2018

Suicidio. Dos poemas


1


Maya Tevet Dayan


Repasando el álbum


Aquí estoy con esta chica. 
Shirley.
Al parecer, no lo imaginé.
Su padre
no se ha colgado aún
del techo del baño
y ella no lo ha descubierto todavía,
ondeando como una cortina al viento.

En la foto sonríe:

lleva una breve falda,
medias blancas
y nos abrazamos.
En unos instantes su padre me regalará
cuatro pollitos del gallinero.
¡Cuatro pollitos!
Podría imaginar cómo fueron creciendo
hasta ser gallinas. La perra
no llegó a devorarlos aquella medianoche.

El césped amarillea sobre el fin del verano,

el muro del gallinero está enlodado
y el tiempo se despereza con sus largos brazos,
se adormila...




Traducción: Gerardo Lewin

Del blog De_canta_sión


A través de Jonio González



Fotografía de Roberto Pajares [Lomos de Orios. Villoslada de Cameros]





2






Begoña Abad





NO fuiste tú quien se quitó la vida,
cada día te lo iré repitiendo
porque me escuchas, callada ahora, por fin en paz.
Fue la vida que no quiso oírte,
que no te hizo el hueco que tú te merecías.
Porque tú eras más que lo que ella te daba.
Tú eras, no sólo tu vida, también la mía.
No te apenes ya, no sufras,
no hiciste nada mal, no te culpes más.
Este dolor es mío,
lo vivo entreverado con la certeza
de mi suerte por haberte nacido.
Lo siento porque dos veces
me abrieron las entrañas,
una para traerte, otra para llevarte,
pero es mío, no llores tú
que sólo alegrías me diste con tu llegada.
No fuiste tú quien se quitó la vida,
no fuiste tú quien me causó dolor,
es la vida que no supo oírnos llorar juntas.


A la izquierda del padre Ed. La Baragaña.










Fotografia de Santeri Tuori [A través de Adrián Santana]



Fotografía de Yutaka Takanashi. [A través de Adrián Santana]



domingo, 21 de octubre de 2018

Antonia Valero y la herida que nos construye.

Mi texto para la Revista Blanco, negro y magenta, dentro del homenaje a Antonia Valero que acaba de aparecer.



Antonia Valero y la herida que nos construye.


Así pues debo alzarme
y atravesar en dolor esa roca
hasta que yo la arrojada al polvo
la envelada nupcialmente
encontré la puerta al alma
donde la semilla siempre germinante
golpea la primera herida
en el misterio.


Nelly Sachs
Huida y transformación


Antonia Valero eligió el nombre de su abuela materna como nombre propio, y así la conocimos. Su abuela era una persona muy importante en su genealogía, mujer fuerte, madrileña de armas tomar, chula, castiza, muy galdosiana. Se crío con ella. Contaba anécdotas geniales. Sin embargo sobrecogía cuando contaba el recuerdo que tenía de su madre. Un día que pasamos por San Bernardo nos señalo el balcón en el que la veía. Era el único recuerdo que tenía de ella. Su madre, vestida de blanco en un balcón, y ella pequeñita, en la calle. La madre con tuberculosis a la que no podía acercarse.

¿Cuánto de la historia familiar hay en su obra? Y pienso en Louise Bourgeois, que tanto nos deslumbraba. La exposición que hizo en El Foro de Pozuelo en octubre de 2009 se llamó “Amado mío”. Y la pensó como una exposición dual. La sala del fondo, con menos interferencias, recogía su obra inspirada en los místicos, San Juan y santa Teresa. Era su obra que mezclaba diversos tejidos industriales para conseguir reflejos y texturas sutiles y ambiguas jugando con la luz. Las medias son un elemento con el que trabajó hasta el final.

La primera sala nos recibía a modo de instalación, como si fuese una iglesia, o una capilla. La apropiación religiosa era total; exvotos, velas, hostias, patena, guantes blancos de cabritilla, iconos bizantinos, prótesis, una gran cruz, un reclinatorio, una biblia que al acercarse nos sorprendía con la canción “Amado mío”, interpretada por Pink Martini. Hablaba del DOLOR, en ese oscuro magma de oración, súplica, deseo, expectativas de curación, de hospitales, quirófanos, médicos. Hablaba también del amor. De esa extraña relación entre amor y dolor.

Antonia era una mujer explosiva, que derrochaba energía. Nos conocimos de inauguraciones, en los tiempos de El Gallo Arte. Era un placer encontrarnos. La alegría estaba asegurada. Compartimos muchas: los tiempos del Garaje Pemasa, Pi y Margall… Y El Foro, por supuesto. Se convirtió en una de las imprescindibles. Primero con Raquel -la primera que conocí de sus cuatro hijas-, y luego con Laura, hija, compañera y amiga de los últimos años. Mercedes la acompañaba en ocasiones. Mas tarde conocimos a Julio su marido- y a Anita. Recuerdo que disfrutando de la hospitalidad familiar en Medina del Campo, nos enteramos de la muerte de Chavela Vargas… Menos mal que no teníamos tequila.

En El Foro conoció a Carlos Delgado Mayordomo, con el que hizo la que es ya su última individual, en la sala Barjola de Las Rozas, en marzo de 2011, y que llamó “Consonancias”. Sobre ella escribieron magníficos textos Carlos Delgado Mayordomo y Ángel Llorente Hernández, que podemos leer en su web, que tanto cuidaba Antonia. Aunque al revisarla, veo que falta el año 2016, en que sé que no faltaron colectivas. Ay, Antonia, ¿que pasó con el 2016?

Tienes que venir a ver lo último que he hecho, me dijo antes de que el dolor la encerrase en casa. Ya no fue posible. Nos quedó pendiente un gin tonic, pero me acuerdo con inmenso cariño de nuestras últimas tertulias nocturnas, en la terraza que mas nos sedujese, hablando de la vida y del arte, de amores, fobias, arrebatos y desencuentros. Dejando atrás como siempre, nuestros andares que conocían tiempos mejores, porque nosotros buscábamos nuestra “ración de alegría” cada día.

Jesús Gironés















Ver la revista en Issuu
Blanco,negro, magenta 4


sábado, 22 de septiembre de 2018

Isabel Pérez Montalbán: Los muertos nómadas.



El otro día, conversando con Ana Rossetti, tras la presentación de "El temblor y la ráfaga", de Nuria Ruiz de Viñaspre nos habló de un poema de Isabel Pérez Montalbán sobre la madre suicida. Imposible no llegar a casa y leerlo fascinado.

ISABEL PÉREZ MONTALBÁN


PUENTE ROMANO

He tardado treinta años
en nombrarte sin miedo ni vergüenza.
Treinta años sin saber
cómo quererte o cómo hablarte.
Sin acertar ni atreverme siquiera
a decir me has abandonado, madre.

Pero nunca te odiaba.
Me decían que habías muerto
en el centro de un río,
que te arrojó tu propio impulso
desde un puente romano hasta el caudal.
Y yo, que era muy niña,
me conformaba entonces.
Porque los niños ignoran la muerte.
Sólo notan la ausencia
y aprenden a borrar con goma blanca
el lápiz de la risa y el abrigo.

Luego crecí deprisa. Con la herrumbre
me salieron el pecho y los demonios.
Y fui para buscarte a un cementerio
en zona no sagrada, prevista para herejes–
y no encontré tu lápida tan limpia,
pues te habían sacado de tu tumba
mucho antes de que yo llegase.
Que ya nadie pagaba tu reposo
y sin aval los muertos se confiscan,
pierden su propiedad y sus derechos.

No obstante, conseguí un certificado
oficial de difunta con la fecha incorrecta:
por él me concedieron una beca de estudios.
Sin vida me has servido
como un seguro contra incendios.
Desde tu fosa común me mirabas
tomar apuntes y comprarme libros,
y tal vez te sentías complacida
como cualquier madre al final de un curso
cuando su hija le trae buenas notas.

Me pregunto por qué te quisiste morir
tan de pronto y tan joven todavía,
qué síndrome o locura
nubló la transparencia del camino
y te condujo a los barrancos,
al término interior de los relojes
y a las profundidades
de una corriente caprichosa.
¿Por qué? ¿Por qué aquella mañana
te despertó el estrépito y la furia?
¿Fue mi llanto de niña enloqueciéndote
el que te abrió la puerta de la calle?
¿Fue mi llanto la luz al fin de un túnel?
¿Quién alumbró tus pasos por el frío
y te indicó el lugar exacto de caer?
¿Quién te quitó la ropa y te subió al pretil?
¿Quién te empujó?
¿Quién me empujó al río de la orfandad?

He tardado treinta años de preguntas
en pensar demasiado y sin hacerlas,
ya que nunca has venido a contestarme.
He tenido vergüenza de estar sola.
Y he mentido y he dicho
que eran otras las causas de tu muerte.
Con infantil tijera recortaba
a mi medida tu memoria estéril.
Y no puedes culparme
por la amnesia de ti, por mi mal modo
de inventar tu silencio vagabundo.

Soy grande ahora. Tu adulta presencia
ya no me haría un daño irreparable.
He bajado a las minas más profundas,
al anónimo lecho de los muertos más pobres,
a la cripta más honda de los parias.
He bajado a sacar tu cadáver sin rostro,
a extraer tu dolor,
tu corazón herido y putrefacto
y el útero que nueve meses fue mi hogar.
Porque, como un forense,
podría examinar tus restos
de madre y de mujer suicida,
y deducir las pruebas semiocultas.

Pero nadie investiga.
He querido saber, he preguntado.
He visitado el barrio y la náusea
donde vivimos: la casa pequeña,
el mundo todavía más pequeño,
la libertad pequeña en la cocina.
Así he visto el cansancio tirando de tus brazos,
el hormigón de las horas tapiando el horizonte,
y cerca el río como una autopista
en la que hundirse y estrellarse.
Pero nadie investiga, nadie recuerda ya
los días y el escombro
oscureciéndose en los cuartos,
la cena escasa, el sueño intermitente
de los hijos, la fiebre y el hombre lejos.

Te desentierro igual que a un fósil,
te recompongo, retiro los líquenes
y abrazo con cuidado tu esqueleto.
Que tu osamenta diga lo que tú no dijiste:
los motivos de fuga y de abandono
sepultados durante tantos años
de orgullo olvidadizo.
¿Es que te golpeó tan brutal la desgracia?
¿Es que tus hijos talaron los árboles
de tu cordura y tu alegría?
Madre, ¿acaso sin dientes yo mordí
tu placenta con tal desolación
que no cicatrizó tu vientre nunca?
Si como dicen me parezco
a ti igual que una sombra,
¿vas a llevarme por tu río
hasta el mar que vierte en la noche?,
¿vas a decirme alguna vez
qué hicimos mal tus huérfanos
que mereció un castigo tan injusto?

Porque tú desconoces esta herencia
de oscuridad sin fin que nos dejabas.
Y antes de abandonar el nido,
a través de las lágrimas miraste
que tus niños dormían
con la respiración convulsa y débil
que precede al espanto más terrible.
¿Estaba tu mirada tan violeta de invierno
que no notaste la espesura gris
de nuestro desamparo?
¿No oías nuestros gritos hundiéndose
en el pozo de nieve de aquel amanecer?

Tú ignoras que el propio padre esparció
un puñado de niños por la extensión del tiempo,
caídos a su suerte, como granos
diseminados por los surcos.
Yo aparecí de improviso un mal día
en la resaca grande de una guerra,
en la gran casa de unos combatientes
vencidos cara al sol,
en la última cosecha de una familia grande.

Yo no te quise nunca, ya que tú no existías,
pero tampoco pude odiarte.
En el temblor del agua te imagino
muriéndote, muy pálida,
abandonada al cauce y la tragedia,
lavando tu tristeza en la rutina
caudalosa del fondo.
Me dejaste viviendo en los márgenes negros
de la lluvia perpetua y de la pólvora
como en un vertedero de criaturas.
Para siempre humillada, me quedé
quieta en la orilla, viéndote morir.

Con siete años estuve a punto
de ahogarme en un afluente de tu río.
¿Fueron tus brazos desde el fango
los que tiraban de mi cuerpo frágil
hacia abajo, negándome el oxígeno?
¿O me salvaste tú, sosteniéndome a flote
para que no sufriera el plomo de la asfixia?
Rescatada de la corriente,
fui sólo un bulto que arrojaron
sobre cerezas de hule, encima del mantel
extendido en la hierba.
Mientras volvía a la vida, alguien dijo
que mi destino era el agua: la búsqueda
o el accidente del agua, la caja
y la sepultura del agua.

Muchas veces soñé pesadillas de fiebre
cuando el aire pautado me faltaba.
Y en medio de los oscuro abrí los ojos
y no estabas delante ni detrás
ni aparecida entre los muertos.
Madre, yo no sé perdonar
ni rezar por las noches ni creer
que existes invencible en otra vida,
inmaculada de golpes rabiosos
y anestesiada como un ángel.
No lo creo y por eso no has bastado
treinta años de extravío,
desnuda a la intemperie de los ácidos,
para apartarme de treinta mil fuegos
provocados con tu mecha de ausente.

No te maldigo. Cuento ahora
el peligro en el tiempo y las lentejas
maternas que jamás tuve en mi plato.
Cuento cosas tendidas de un alambre
con descargas eléctricas. Soy la nocturnidad.
Y bebo leche que no es tuya.
Y me pregunto qué lluvia láctea
te sedujo en el frío de noviembre,
en ese día equivocado y cruel.
En ese día, ¿qué santa oración
de funerales cantaron los tuyos,
si ni la Iglesia quiso concederte
sagrada sepultura y paz cristiana?
¿Por qué no me contestas?

Por lo visto mi voz no es tan hermosa
como la de la muerte. Y no la escuchas.
Porque no hay madres resurrectas.
No es verdad el consuelo de los rezos.
No es posible saldar toda la culpa
errante de las ánimas benditas.
Y yo no te recuerdo ni al mirar
tus fotos o las mías: no apareces
como un fantasma al trasluz de la tarde,
no me desvela el sueño tu murmullo.
No llegas y me dices niña,
mírame, porque nunca te he dejado.

No es verdad que te quiero sobre todo.
Es mentira la sangre.


EL PADRE

Tengo una foto con el padre.
Está borroso y con ceniza
como una antorcha que se extingue.
Lleva gafas de sol y traje oscuro.
No le conozco los ojos al padre,
ni la espalda ni el puerto natural
donde anclan las caídas de los niños.
Pero me abraza y finge ser un padre.

Es domingo en la foto. Venía de visita
con las hermanas, internas tristes
de un colegio de huérfanos.
Me envidiaban la risa, los juguetes,
el globo azul colgado en la ventana.
Y mi estuche de lápices sin punta.

El padre se sentaba en el salón
a discutir con mi padre adoptivo
la casa en construcción de mi futuro,
mi vida en obras, mis papeles.
El hombre se bajaba del andamio,
le faltaban ladrillos, la mezcla se espesaba.
Volcaba sus disculpas como piedras.
Su silencio era simple material de derribo.

Dejé de verlo a los siete años.
Lo esperaba una tarde con el vestido nuevo
manchado de canela y tinte azul,
pero se hizo de noche y ya no vino.
Lo recuerdo entre el polvo de la calle,
con la mirada fósil
de lo que ya no se recuerda.
No sé si vive todavía,
pero hace mucho tiempo que está muerto.


[De Los muertos nómadas. Diputación de Soria.2000]





Fotografía de Yama Bato




Fotografía de Saul Leiter


Fotografía de Natalia Drepina

[Poemas extraidos del blog de Isabel Pérez Montalbán: http://isabelperezmontalban.blogspot.com/]